Teiwari
Al descender de la sierra, ya en territorio zacatecano, Yukaye me lanza un reto que al mismo tiempo es una orden:
—¿Cómo se siente, comandante?
—Como que estoy agarrando más fuerza aquí. Sin tantas subidas y bajadas siento que puedo rendir más.
—¿Se atrevería a caminar de noche?
—De poder yo creo que sí, pero con qué nos vamos a alumbrar.
—No se preocupe. De aquí a San Luis nos van a tocar noches muy luminosas.
—¿Cómo lo sabes?
—No sólo conozco el camino a Wirikuta, sino las características de cada terreno y sus cielos. En estos parajes las noches son más largas y claras a pesar de que forman parte de una zona oscura de la tierra. Mira Jacinto: hay lugares donde se concentra la luz y la oscuridad. Por lo común son vecinas.
”Vamos a correr riesgos por estos rumbos, pero ahora tú me protegerás. Tu esencia oscura nos va a abrir camino y combatirá con otras similares. Desarrollarás visión nocturna, como los gatos, y podrás ver mejor lo que en la noche pueda acecharnos.
—Pero en la mirada siento pura luz. Desde que me enseñaste a comer el sol, mis ojos están más despiertos de día. Por las noches empiezan a cansarse.
—Hoy mismo te demostraré que la oscuridad persiste en tu esencia y que eres capaz de manipularla.
Un cuanto incrédulo camino junto a Yukaye hasta un barranco. Ahí, mientras está anocheciendo, nos sentamos para contemplar la luna.
—Quiero que tomes aire y que te concentres en su poder magnético. Ella hará las veces del sol. Experimentarás una sensación similar a la de tus comidas diurnas, pero en este caso tendrás la fortuna de poder mirarla sin ese miedo que no te puedes quitar, sin tus prejuicios tontos de que el sol es dañino.
—No, Yukaye. Te juro que ya no pienso esas pendejadas.
—Ya no digas groserías ni mentiras. Conoces bien la verdad, pero no la aceptas.
No contradigo a Yukaye para no echar a perder nuestra buena convivencia, aunque quizá tenga razón.
Sentados sobre unas rocas observamos la consolidación de la luna en el cielo. Nunca había contemplado ese prodigio con tanta paciencia ni devoción. La luna, me convenzo, puede ser un segundo sol, porque brilla de tal forma y emana tanta energía que me estoy sintiendo tan fuerte como en mis épocas más brutales de júnior.
—Vámonos Yukaye. Estoy listo para la noche —ahora le doy esa orden instintivamente.
El mara’akame mira fijamente mis ojos. Algo ha notado, pero no me lo quiere decir.
—¿Qué me ves, güey? —le digo a manera de broma.
—Tu mirada de gato. En este momento te brillan los ojos como a ellos. Aprovecha esa cualidad felina y guíame por la noche. Estás en tus territorios.
Una fuerza inusitada me impele a caminar sin descanso. Camino entre la maleza de estos lugares como un león en la sabana. Me siento poderoso, ágil, audaz y muy despierto. Si el sol en el día me había proporcionado vigor para caminar por la sierra, ahora la luna me está otorgando la más pura potencia física.
—¡Lo ves, Teiwari! —me grita Yukaye muchos metros atrás de mí—. Perteneces a la oscuridad. Ella es la que en este momento te está alimentando. Úsala para llegar a nuestro destino. No te detengas ni te preocupes por mi rezago. Trataré de avanzar a tu ritmo. Si intuyo que estás muy lejos, entonces te volveré a gritar para que repares en mí.
Como un atleta, un marchante olímpico, voy avanzando kilómetros prácticamente sin esforzarme. Siento que me estoy comiendo el camino y que he pasado de ser un león a un auténtico reptil que se desliza por el terreno pedregoso sin dificultad. No son únicamente mis ojos adaptados a la oscuridad los que me guían, sino mis demás sentidos: el tacto en especial, porque a pesar de usar huaraches, me parece que las plantas de mis pies están en contacto directo con las piedras.
—Jacinto. ¡No te confíes! Ten cuidado con tus parientes oscuros —me advierte Yukaye.
Apenas escucho su voz de tanta ventaja que le he sacado. De pronto diviso unas luces que me deslumbran y que considero innecesarias en mi nueva condición. Son los faros de una troca a bordo de la cual seguramente andan unos narcos. ¿Quién más pudiera acompañarnos a estas horas en estos parajes tan oscuros del universo?
Con mi oído aguzado alcanzo a escuchar sus conversaciones. Sin duda son malandros que andan haciendo sus chingaderas por aquí. Tienen bajito el volumen de su radio, pero aun así puedo distinguir la letra de la canción que escuchan:
Es un maldito,
un desterrado,
es el mero Chivo,
es el mero diablo,
anda fugitivo,
anda bien oscuro,
ten mucho cuidado…
Los compas se atarragan con líneas y tragos como yo lo hacía en Nayarit. Siento las pulsaciones causadas por el alcohol y la droga, esa elevación tóxica que da tanto placer, pero que a la larga provoca sufrimiento. Esos sombrerudos transpiran pura coca y cerveza. Hasta donde me encuentro puedo oler el aroma distintivo de la cebada y del polvo. De seguro andan bien armados.
Me alejo con prontitud de su alcance. Voy a rodear la camioneta por atrás y luego regresaré a la línea recta del campo que instintivamente he decidido tomar. Le hago una seña a Yukaye para que me siga sin chistar nada, sin pasar por accidente ni una ramita. Por experiencia sé que esos vatos, por muy locos que anden, siempre de alguna forma se mantienen alertas.
Cuando nos abrimos para evadir el alcance de las luces, uno de ellos baja de la troca para orinar y, mientras se divierte observando cómo esas líneas de líquido amarillento mojan la tierra, quién sabe cómo, me percibe.
—¡Jorge Alberto! ¡Un cabrón anda por aquí! —le grita al que permanece dentro de la camioneta.
—¿Quién chingaos? —se alerta el otro.
En cuanto siento su alteración me echo a correr. Jalo a Yukaye de la mano. Y así, como si fuéramos noviecitos o una pareja de niños huyendo de un monstruo imaginario, corremos por el terregal.
—¡Párense, par de jotos! ¡Qué chingaos andan espiando por aquí! —escucho una voz aguardentosa y luego el inconfundible rafagueo de la cuerno de chivo.
Como en mis mejores épocas de policía me tiro al suelo junto con Yukaye. Nos damos tal madrazo en la tierra que apenas conservamos aire suficiente para no desmayarnos; pero nada nos importa más que evitar los balazos que pasan zumbando, yo creo que a unos centímetros de nuestras cabezas.
—¡No te vayas a levantar hasta que te diga, Yukaye!
El chamán me hace caso y prácticamente hunde la cabeza como dicen que hacen las avestruces debajo de la tierra, aunque no percibo miedo en él; sólo precaución.
—¡Pinches puercos! ¡Ahorita nos los chingamos! —afirma el de la voz aguardentosa. El que estaba orinando nos ha perseguido, pero por la oscuridad no puede dar exactamente con nosotros. Noto su desconcierto y su búsqueda a ciegas.
—¡Por acá andan escondidos esos cabrones, Jorge Alberto! Tienen que estar entre las piedras. ¡Pero los vamos a encontrar, par de putos! —sentencia en voz alta para que nos enteremos.
—Cierra los ojos, Teiwari —alcanza a susurrar Yukaye—. Si ven su brillo nos van a matar.
Le hago caso al mara’akame, pero sé que pronto nos van a encontrar los compas ésos. Parece que estoy regresando al día en que mataron a Estephania y a Irina.
Los narcos olfatean mi miedo como un par de lobos. Ahora entiendo por qué siempre daba con quienes se me escondían. Ese olor es fácil de identificar. Se desprende del temblor de manos y de las ganas de orinar. Yukaye, por su parte, se encuentra tan estático como una lagartija sobre una piedra.
—¡Párense par de cabrones! —ordena el que estaba orinando. En otros tiempos ya habría armado un plan para chingármelos a los dos, pero ahora sólo me dejo llevar por mi miedo.
—¿Qué chingaos andan haciendo aquí? —pregunta el de la voz aguardentosa al momento de alumbrarnos con una lámpara.
—¡Nada, compas! Nomás de paso —les digo fingiendo seguridad.
—¿Qué haces con ese pinche indio? —pregunta el que me percibió, un cachetón con panza de globo.
—Vamos para San Luis. No venimos armados.
—¿A qué chingaos van tan lejos?
—A comer peyote.
—¡Ah, pinches atascados!
El de la voz aguardentosa, flaco y bigotón, me apunta en la frente con su cuerno de chivo.
—Tú no tienes facha de hippie. Más bien pareces puerco.
—Pues la verdad sí. Era policía, pero en Nayarit. Aquí no tengo jurisdicción.
—Pues ya te chingaste porque odio a los puercos.
Yukaye permanece impasible. Baja la cabeza y como que se concentra en el suelo. De pronto, las luces de la camioneta se apagan y, un segundo después, la luminaria de la lámpara se extingue.
—¡Ah, cabrón! —gritan al unísono.
Con mi visión nocturna distingo cómo han sido desconcertados por ese incidente, pero, con sorpresa, cuando me convenzo de que harán unos tiros para matarnos, noto que sus rostros se van deformando por el terror.
—¡No mames! ¡Este güey es el puto diablo, córrele!—exclama el flaco. El panzón lo secunda:
—¡Sí, no chingues! ¡Le brillan los ojos a ese cabrón! ¡Pélate!
Ambos a trompicones se dirigen a su camioneta y con esfuerzos se esconden en su interior.
Mientras me alejo con Yukaye hacia los rumbos que nos llevarán directo a San Luis escucho el motor que se ahoga ante los intentos desesperados por arrancarlo.
—¿Qué hiciste, Yukaye?
—Nada.
—Apagaste las luces, ¿verdad?
—No. Fue pura suerte. Yo no tengo superpoderes.
Sonrío para mis adentros. La libramos gracias a la luz o ¿a la oscuridad?
—¿Cómo se siente, comandante?
—Como que estoy agarrando más fuerza aquí. Sin tantas subidas y bajadas siento que puedo rendir más.
—¿Se atrevería a caminar de noche?
—De poder yo creo que sí, pero con qué nos vamos a alumbrar.
—No se preocupe. De aquí a San Luis nos van a tocar noches muy luminosas.
—¿Cómo lo sabes?
—No sólo conozco el camino a Wirikuta, sino las características de cada terreno y sus cielos. En estos parajes las noches son más largas y claras a pesar de que forman parte de una zona oscura de la tierra. Mira Jacinto: hay lugares donde se concentra la luz y la oscuridad. Por lo común son vecinas.
”Vamos a correr riesgos por estos rumbos, pero ahora tú me protegerás. Tu esencia oscura nos va a abrir camino y combatirá con otras similares. Desarrollarás visión nocturna, como los gatos, y podrás ver mejor lo que en la noche pueda acecharnos.
—Pero en la mirada siento pura luz. Desde que me enseñaste a comer el sol, mis ojos están más despiertos de día. Por las noches empiezan a cansarse.
—Hoy mismo te demostraré que la oscuridad persiste en tu esencia y que eres capaz de manipularla.
Un cuanto incrédulo camino junto a Yukaye hasta un barranco. Ahí, mientras está anocheciendo, nos sentamos para contemplar la luna.
—Quiero que tomes aire y que te concentres en su poder magnético. Ella hará las veces del sol. Experimentarás una sensación similar a la de tus comidas diurnas, pero en este caso tendrás la fortuna de poder mirarla sin ese miedo que no te puedes quitar, sin tus prejuicios tontos de que el sol es dañino.
—No, Yukaye. Te juro que ya no pienso esas pendejadas.
—Ya no digas groserías ni mentiras. Conoces bien la verdad, pero no la aceptas.
No contradigo a Yukaye para no echar a perder nuestra buena convivencia, aunque quizá tenga razón.
Sentados sobre unas rocas observamos la consolidación de la luna en el cielo. Nunca había contemplado ese prodigio con tanta paciencia ni devoción. La luna, me convenzo, puede ser un segundo sol, porque brilla de tal forma y emana tanta energía que me estoy sintiendo tan fuerte como en mis épocas más brutales de júnior.
—Vámonos Yukaye. Estoy listo para la noche —ahora le doy esa orden instintivamente.
El mara’akame mira fijamente mis ojos. Algo ha notado, pero no me lo quiere decir.
—¿Qué me ves, güey? —le digo a manera de broma.
—Tu mirada de gato. En este momento te brillan los ojos como a ellos. Aprovecha esa cualidad felina y guíame por la noche. Estás en tus territorios.
Una fuerza inusitada me impele a caminar sin descanso. Camino entre la maleza de estos lugares como un león en la sabana. Me siento poderoso, ágil, audaz y muy despierto. Si el sol en el día me había proporcionado vigor para caminar por la sierra, ahora la luna me está otorgando la más pura potencia física.
—¡Lo ves, Teiwari! —me grita Yukaye muchos metros atrás de mí—. Perteneces a la oscuridad. Ella es la que en este momento te está alimentando. Úsala para llegar a nuestro destino. No te detengas ni te preocupes por mi rezago. Trataré de avanzar a tu ritmo. Si intuyo que estás muy lejos, entonces te volveré a gritar para que repares en mí.
Como un atleta, un marchante olímpico, voy avanzando kilómetros prácticamente sin esforzarme. Siento que me estoy comiendo el camino y que he pasado de ser un león a un auténtico reptil que se desliza por el terreno pedregoso sin dificultad. No son únicamente mis ojos adaptados a la oscuridad los que me guían, sino mis demás sentidos: el tacto en especial, porque a pesar de usar huaraches, me parece que las plantas de mis pies están en contacto directo con las piedras.
—Jacinto. ¡No te confíes! Ten cuidado con tus parientes oscuros —me advierte Yukaye.
Apenas escucho su voz de tanta ventaja que le he sacado. De pronto diviso unas luces que me deslumbran y que considero innecesarias en mi nueva condición. Son los faros de una troca a bordo de la cual seguramente andan unos narcos. ¿Quién más pudiera acompañarnos a estas horas en estos parajes tan oscuros del universo?
Con mi oído aguzado alcanzo a escuchar sus conversaciones. Sin duda son malandros que andan haciendo sus chingaderas por aquí. Tienen bajito el volumen de su radio, pero aun así puedo distinguir la letra de la canción que escuchan:
Es un maldito,
un desterrado,
es el mero Chivo,
es el mero diablo,
anda fugitivo,
anda bien oscuro,
ten mucho cuidado…
Los compas se atarragan con líneas y tragos como yo lo hacía en Nayarit. Siento las pulsaciones causadas por el alcohol y la droga, esa elevación tóxica que da tanto placer, pero que a la larga provoca sufrimiento. Esos sombrerudos transpiran pura coca y cerveza. Hasta donde me encuentro puedo oler el aroma distintivo de la cebada y del polvo. De seguro andan bien armados.
Me alejo con prontitud de su alcance. Voy a rodear la camioneta por atrás y luego regresaré a la línea recta del campo que instintivamente he decidido tomar. Le hago una seña a Yukaye para que me siga sin chistar nada, sin pasar por accidente ni una ramita. Por experiencia sé que esos vatos, por muy locos que anden, siempre de alguna forma se mantienen alertas.
Cuando nos abrimos para evadir el alcance de las luces, uno de ellos baja de la troca para orinar y, mientras se divierte observando cómo esas líneas de líquido amarillento mojan la tierra, quién sabe cómo, me percibe.
—¡Jorge Alberto! ¡Un cabrón anda por aquí! —le grita al que permanece dentro de la camioneta.
—¿Quién chingaos? —se alerta el otro.
En cuanto siento su alteración me echo a correr. Jalo a Yukaye de la mano. Y así, como si fuéramos noviecitos o una pareja de niños huyendo de un monstruo imaginario, corremos por el terregal.
—¡Párense, par de jotos! ¡Qué chingaos andan espiando por aquí! —escucho una voz aguardentosa y luego el inconfundible rafagueo de la cuerno de chivo.
Como en mis mejores épocas de policía me tiro al suelo junto con Yukaye. Nos damos tal madrazo en la tierra que apenas conservamos aire suficiente para no desmayarnos; pero nada nos importa más que evitar los balazos que pasan zumbando, yo creo que a unos centímetros de nuestras cabezas.
—¡No te vayas a levantar hasta que te diga, Yukaye!
El chamán me hace caso y prácticamente hunde la cabeza como dicen que hacen las avestruces debajo de la tierra, aunque no percibo miedo en él; sólo precaución.
—¡Pinches puercos! ¡Ahorita nos los chingamos! —afirma el de la voz aguardentosa. El que estaba orinando nos ha perseguido, pero por la oscuridad no puede dar exactamente con nosotros. Noto su desconcierto y su búsqueda a ciegas.
—¡Por acá andan escondidos esos cabrones, Jorge Alberto! Tienen que estar entre las piedras. ¡Pero los vamos a encontrar, par de putos! —sentencia en voz alta para que nos enteremos.
—Cierra los ojos, Teiwari —alcanza a susurrar Yukaye—. Si ven su brillo nos van a matar.
Le hago caso al mara’akame, pero sé que pronto nos van a encontrar los compas ésos. Parece que estoy regresando al día en que mataron a Estephania y a Irina.
Los narcos olfatean mi miedo como un par de lobos. Ahora entiendo por qué siempre daba con quienes se me escondían. Ese olor es fácil de identificar. Se desprende del temblor de manos y de las ganas de orinar. Yukaye, por su parte, se encuentra tan estático como una lagartija sobre una piedra.
—¡Párense par de cabrones! —ordena el que estaba orinando. En otros tiempos ya habría armado un plan para chingármelos a los dos, pero ahora sólo me dejo llevar por mi miedo.
—¿Qué chingaos andan haciendo aquí? —pregunta el de la voz aguardentosa al momento de alumbrarnos con una lámpara.
—¡Nada, compas! Nomás de paso —les digo fingiendo seguridad.
—¿Qué haces con ese pinche indio? —pregunta el que me percibió, un cachetón con panza de globo.
—Vamos para San Luis. No venimos armados.
—¿A qué chingaos van tan lejos?
—A comer peyote.
—¡Ah, pinches atascados!
El de la voz aguardentosa, flaco y bigotón, me apunta en la frente con su cuerno de chivo.
—Tú no tienes facha de hippie. Más bien pareces puerco.
—Pues la verdad sí. Era policía, pero en Nayarit. Aquí no tengo jurisdicción.
—Pues ya te chingaste porque odio a los puercos.
Yukaye permanece impasible. Baja la cabeza y como que se concentra en el suelo. De pronto, las luces de la camioneta se apagan y, un segundo después, la luminaria de la lámpara se extingue.
—¡Ah, cabrón! —gritan al unísono.
Con mi visión nocturna distingo cómo han sido desconcertados por ese incidente, pero, con sorpresa, cuando me convenzo de que harán unos tiros para matarnos, noto que sus rostros se van deformando por el terror.
—¡No mames! ¡Este güey es el puto diablo, córrele!—exclama el flaco. El panzón lo secunda:
—¡Sí, no chingues! ¡Le brillan los ojos a ese cabrón! ¡Pélate!
Ambos a trompicones se dirigen a su camioneta y con esfuerzos se esconden en su interior.
Mientras me alejo con Yukaye hacia los rumbos que nos llevarán directo a San Luis escucho el motor que se ahoga ante los intentos desesperados por arrancarlo.
—¿Qué hiciste, Yukaye?
—Nada.
—Apagaste las luces, ¿verdad?
—No. Fue pura suerte. Yo no tengo superpoderes.
Sonrío para mis adentros. La libramos gracias a la luz o ¿a la oscuridad?