En el principio todo era luz y amor, y los animales no le temían al hombre. Agua, tierra y, lo más importante, la energía del sol, dieron vida a los árboles, a las aves y a toda clase de ser animado sobre el planeta 13, incluyendo, por supuesto, a nosotros, los originarios, los primeros humanos.
Al igual que las demás especies, nuestros antepasados estaban provistos de hiperconciencia, el instinto que impulsa a respetar el entorno, a no agredirlo, a no violentar el orden natural; es el estado que permite a los seres saber qué fruto o presa les corresponde comer según la simbiosis universal; distinguir entre los vegetales tóxicos y los que habrán de proporcionarles equilibrio corporal; los ciclos del planeta, estaciones y, en el caso de los originarios, además, una serie de conocimientos especializados como el cálculo, la construcción, la elocuencia, las expresiones artísticas y la astronomía.
La hiperconciencia es un estado permanente en los animales. Por eso actúan siempre con responsabilidad; pero en los humanos requiere mantenimiento, horas de meditación, porque puede ser descontrolado fácilmente por el dominio de la oscuridad.
Como lo dice la palabra es un comportamiento que va más allá de la conciencia. De tal forma, los originarios somos hiperconscientes hasta en las actividades más elementales, como al caminar o al respirar, o incluso en el sueño.
Generación tras generación, los originarios cumplimos con la tarea asignada por el universo, ante lo cual yo, Uk de Sajistán, al igual que mis hermanos, teníamos la encomienda de aprovechar y proteger la naturaleza, agradecerle por sus dones recibidos, pero en especial ejercer el amor y mantener en óptimas condiciones nuestro estado de hiperconciencia.
Esa labor fue inducida por nuestros padres desde que nos encontramos en el seno materno. Amorosas palabras y consejos caracterizaron nuestra educación primigenia. Como los originarios ancestrales, nuestros progenitores fueron seres cuya esencia desprendía la luz de la verdad universal, esa que no está manipulada por las apreciaciones de los hombres, ni por sus intereses, sino que es pura, fiel reflejo de nuestro espíritu.
Como la mayoría de las especies, al notar que estábamos preparados para sobrevivir por nuestra cuenta, se fueron a otro lugar a seguir con su misión. Muy probablemente hayan tenido más hijos o quizá hayan trascendido, pero seguro estoy de que siguieron amando. Aunque nos quisimos mucho, entre nosotros jamás habrá añoranza ni nostalgia, porque ésa es una de las cualidades de mi raza.
La tierra que nos tocó habitar era un hermoso y pequeño valle, rodeado por un bosque espeso, en el que se alzaban árboles antiquísimos. En sus montañas, no muy elevadas, había una cantidad innumerable de cuevas, de entre las cuales escogimos la más amplia para vivir y donde podía contemplarse la puesta del sol. Trascendental resultaba mirarlo en su ocaso para recibir los últimos rayos que nos proporcionaran el alimento de nuestra esencia.
En el extremo oriental del valle se encontraba el río que nos proveía de agua. Ése era el fin de los territorios que conocíamos. En aquellas épocas no teníamos la necesidad de ir más allá hasta que la aparición de otros humanos trastornó nuestras existencias.
Recuerdo lúcidamente esa tarde cuando, al regresar del bosque, nuestros hermanos y yo tuvimos el encuentro más importante de nuestras vidas...
Al igual que las demás especies, nuestros antepasados estaban provistos de hiperconciencia, el instinto que impulsa a respetar el entorno, a no agredirlo, a no violentar el orden natural; es el estado que permite a los seres saber qué fruto o presa les corresponde comer según la simbiosis universal; distinguir entre los vegetales tóxicos y los que habrán de proporcionarles equilibrio corporal; los ciclos del planeta, estaciones y, en el caso de los originarios, además, una serie de conocimientos especializados como el cálculo, la construcción, la elocuencia, las expresiones artísticas y la astronomía.
La hiperconciencia es un estado permanente en los animales. Por eso actúan siempre con responsabilidad; pero en los humanos requiere mantenimiento, horas de meditación, porque puede ser descontrolado fácilmente por el dominio de la oscuridad.
Como lo dice la palabra es un comportamiento que va más allá de la conciencia. De tal forma, los originarios somos hiperconscientes hasta en las actividades más elementales, como al caminar o al respirar, o incluso en el sueño.
Generación tras generación, los originarios cumplimos con la tarea asignada por el universo, ante lo cual yo, Uk de Sajistán, al igual que mis hermanos, teníamos la encomienda de aprovechar y proteger la naturaleza, agradecerle por sus dones recibidos, pero en especial ejercer el amor y mantener en óptimas condiciones nuestro estado de hiperconciencia.
Esa labor fue inducida por nuestros padres desde que nos encontramos en el seno materno. Amorosas palabras y consejos caracterizaron nuestra educación primigenia. Como los originarios ancestrales, nuestros progenitores fueron seres cuya esencia desprendía la luz de la verdad universal, esa que no está manipulada por las apreciaciones de los hombres, ni por sus intereses, sino que es pura, fiel reflejo de nuestro espíritu.
Como la mayoría de las especies, al notar que estábamos preparados para sobrevivir por nuestra cuenta, se fueron a otro lugar a seguir con su misión. Muy probablemente hayan tenido más hijos o quizá hayan trascendido, pero seguro estoy de que siguieron amando. Aunque nos quisimos mucho, entre nosotros jamás habrá añoranza ni nostalgia, porque ésa es una de las cualidades de mi raza.
La tierra que nos tocó habitar era un hermoso y pequeño valle, rodeado por un bosque espeso, en el que se alzaban árboles antiquísimos. En sus montañas, no muy elevadas, había una cantidad innumerable de cuevas, de entre las cuales escogimos la más amplia para vivir y donde podía contemplarse la puesta del sol. Trascendental resultaba mirarlo en su ocaso para recibir los últimos rayos que nos proporcionaran el alimento de nuestra esencia.
En el extremo oriental del valle se encontraba el río que nos proveía de agua. Ése era el fin de los territorios que conocíamos. En aquellas épocas no teníamos la necesidad de ir más allá hasta que la aparición de otros humanos trastornó nuestras existencias.
Recuerdo lúcidamente esa tarde cuando, al regresar del bosque, nuestros hermanos y yo tuvimos el encuentro más importante de nuestras vidas...