Yo creía que era azteca y que me llamaba Dos Conejo. Resignado a la imposición de un título por parte de unos cuantos, me convertí en rey-poeta, sacerdote del dios del pulque y subí innumerables ocasiones el cerro de Tlahuiltepetl para encabezar el culto en su templo ceremonial, ubicado en la cima. Allá iba, seguido por mis súbditos, escalando las veredas pedregosas de ese lugar magnético, hogar de un bosque, de riachuelos y vida admirable.
En mis descansos, tomaba asiento en las raíces sobresalientes de un árbol y me alistaba para cumplir con mis obligaciones de soberano, lo cual representaba una traición a mis principios, pues siempre había sido enemigo de la opresión del poder.
Rodeado de mis feligreses, con la investidura de monarca y al mismo tiempo sacerdote, ya en la cima celebraba el ritual en el que todos debían beber, cantar y bailar hasta cansarse. A tal grado podía delirar bajos los influjos del octli que, en ocasiones, me elevaba en las alturas, donde desde ahí apreciaba a Metztli con su brillo incandescente, y confirmaba entonces por qué el señor Papátztac, en la reunión de los dioses en Teotihuacan, le había estampado un conejo en su cara: sin duda esa luminosidad no debía competir con la del sol.
En lo alto del templo solía ver las almas de los niños residentes del cielo supremo, que caían como pequeñas luces a la tierra para entrar en el cuerpo de quienes serían madres, al tiempo que los relámpagos rugían como un jaguar y hacían crepitar las rocas de todo el valle dominado por el Tlahuiltepetl. Lejos me encontraba de saber que esos prodigios no eran causados por dioses, sino parte de la naturaleza y que en realidad todas las almas del universo tenían otro origen.
Esa pequeña pirámide era el escenario donde alucinaba consagrarme con hazañas mitológicas. En ocasiones asumía mi papel de sacerdote de Tepoztécatl y derrotaba al monstruo Xochicálata con una macuahuitl, el arma preferida por la maquinaria de control y sometimiento azteca; pero la verdad es que yo siempre le tuve miedo a la guerra, a la sangre y a la violencia.
Como los conejos, desde niño fui tímido y huidizo; rehuía a las peleas y me gustaba observar de lejos a las personas. No era muy listo, pero sí demasiado consciente e imaginativo; siempre tenía una pregunta que nadie podía contestar a plenitud, según mis inquietudes.
Nací unos años antes de la gran inundación provocada por las torpes decisiones de Ahuítzotl, en un día ominoso para los aztecas. Dos Conejo era una de las fechas más infortunadas para llegar a la vida. No importó a los miembros de mi familia que el tonalpouhqui me asignara otro tipo de augurio, más favorable, porque la superstición y el prejuicio se imponían en las mentes de aquella sociedad. Mis padres y los vecinos del calpulli bien sabían que mi verdadera fecha de nacimiento predestinaba a los infortunados que habían visto la luz bajo ese signo a la embriaguez perpetua.
Así pues, sin importarles que mi nombre determinara la actitud de la sociedad contra mí, las personas que me engendraron decidieron cruelmente llamarme igual que el dios del pulque: Ometochtli (Dos Conejo).
Recuerdo mi niñez con claridad, desde el momento en que mi progenitora me daba su leche y me envolvía con una manta de algodón corriente y rugoso para que no llorara. Siento aún el calor que me hacía sudar y el insoportable cautiverio entre sus brazos, el cual me causaba más llanto y desesperación, porque yo anhelaba, desde entonces, ser libre. Mis chillidos eran tan fuertes que —imagino— se escuchaban por todo el calpulli; pero eran el reflejo de una esencia rebelde, más que el de un niño caprichoso o berrinchudo.
Mi madre provenía de un pueblo muy alejado del Anáhuac. Mi abuela se la había regalado a unos pochtecah que viajaban a Tenochtitlan. Ellos a su vez se la entregaron a unos macehuales en cuanto llegaron a la gran urbe. Si bien mi madre se había adaptado a la sociedad azteca, conservaba algunas costumbres de su región, como tejer huipiles con hermosas figuras de venados multicolores. La impresión que siempre he conservado de ella es la de una mujer seria, desconfiada y parca en su forma de hablar, que siempre me trató con frialdad y desprecio. Yo pensaba que lo hacía por mi destino de borracho, pero he llegado a la conclusión de que no me quería por los problemas que le había ocasionado para nacer. Si algún día se dirigió a mí para compartirme sus pensamientos o recuerdos fue sólo con el fin de reprocharme por ese parto tan difícil.
Ella no se había resignado a ser una cihuateteuh, mujer muerta en el alumbramiento que se volvía divina, porque en el fondo no estaba convencida de la religión azteca y se aferraba a la existencia terrenal. Su único deseo, lejos de aspirar a la divinización, era dejar de sentir dolores y expulsarme de su cuerpo; pero no fue fácil. La ticitl, partera, tuvo que hacer un rito muy elaborado para que yo saliera de su vientre: molió en agua, con una piedra llamada eztetl, corteza del árbol quauhalahuac, ramas de cihuapatli y cola de tlacuache. Quemó también pelos y huesos de monos, hojas de quetzalhuexotl, cuero de venado, hiel de guajolote y de conejo, además de cebolla para untar toda esa mezcla en el cuerpo de mi progenitora.
He llegado a la conclusión, ya como hombre maduro, de que quizá yo no deseaba nacer ese día. Me estaba aferrando a las entrañas de mi madre para que los agoreros no presagiaran un destino infortunado, como el de quienes nacían bajo el signo Dos Conejo. Desde entonces quería rebelarme a mi destino.
Mi padre, por su parte, no era propiamente un pochteca, sino un humilde comerciante del mercado de Tlatelolco. Era también muy serio. Casi nunca quiso platicar conmigo. En contraparte, era muy expresivo con sus clientas —diría que hasta parlanchín—, a quienes siempre observaba de la cintura para abajo con los ojos entrecerrados.
Como buen niño promiscuo, aprendí las palabras de mi lengua más rápido de lo común. Antes de los tres años, yo ya era capaz de memorizar las conversaciones de mis padres, y, sin que nadie me diera instrucciones, las repetía.
En esas épocas imaginaba las palabras como pequeños animalitos que salían de las bocas de mis padres y se entretenían en el suelo, dando brincos antes de entrar en mis oídos. Los veía, a veces negros, amarillos o incluso multicolores como los escarabajos, mezclándose entre sí para originar nuevos significados. Me entretenía cambiándolos de orden. Si por ejemplo mi padre decía: “Dos Conejo, ven a comer”, yo mediante ese juego escuchaba: “Dos comer Conejo, a ven”. Y eso me hacía gracia. En otras ocasiones, les ordenaba a las palabras que dejaran de brincar y se alinearan al igual que las hormigas. Así, en línea recta, subían por mi cuerpo hasta alcanzar mis oídos. Podía entonces sentir sus patitas deslizándose en mi piel y un leve cosquilleo al llegar a mi rostro.
De esa forma, las palabras fueron mi primer y único juguete. No lo digo a manera de reproche, pero a mis padres poco les interesaba lo que me ocurría y nunca me hicieron un regalo como a otros niños de mis épocas: muñecos de barro con aspecto de hombres o animales.
Ahora pienso que si mis padres hubieran sido más elocuentes habría tenido más entretenimiento en mi infancia; pero apenas hablaban para comunicarse. Yo notaba en sus actitudes serias un temor a expresarse demasiado, como si los dioses les hubieran ordenado no compartir más palabras que las necesarias.
Yo quería que mis padres se comunicaran más, que me proporcionaran de esa forma la diversión de jugar con montones de palabras que brincaran de un lado a otro; pero jamás lo hicieron. Con esa conciencia tan despierta que tenía, llegué a considerar que ambos eran extraños. No sentía nada por ellos. Sus rostros no me transmitían lo que había en sus corazones. Eran seres anónimos, sin personalidad, ni autoridad real. Desde entonces me preguntaba si yo era realmente su hijo.
Este sentimiento se acrecentaba cuando recibíamos la visita de mi abuela paterna, igual de hosca y fría que mis progenitores. Ella apenas reparaba en mí y, cuando lo hacía, me dirigía la vista con desprecio, como si intuyera que yo no perteneciera a su familia. En una de sus visitas pregunté:
—Sijtli, ¿siempre hemos sido macehuales?
—Sí, siempre.
—¿Y por qué no podemos ser pipiltin?
—Porque los abuelos de nuestros abuelos también fueron macehuales.
Yo estaba a punto de inconformarme con una nueva pregunta sobre nuestra condición, cuando mi abuela tomó un bule lleno de octli y me obligó a beberlo para callarme la boca. Al instante sentí un sabor ácido y amargo que me obligó a escupirlo. Entonces mi abuela volvió a empinármelo, pero esta vez puso sus manos sobre mis labios para que me tragara el pulque. Ésa fue la primera vez que lo bebí, pero no la primera que lo hice con gusto.
“Si lo has de probar para siempre, que sea de una vez, itzcuintli”, sentenció.
A pesar de su comportamiento, mi abuela siempre contaba anécdotas entretenidas. Solía relatar que su mayor aventura la había vivido en el volcán del Xihuingo. Según ella, un día emprendió un viaje a Teotihuacan con el fin de conocer el lugar donde se habían reunido los dioses. Aseguraba que, a su salida de Tenochtitlan, por el rumbo de Coatitlan, se le había arrimado un xoloitzcuintle que la fue llevando por el camino indicado; pero, al atardecer, el animal tomó el rumbo de Otompan y la llevó hasta Tepeapulco. Mi abuela quiso retomar el camino correcto varias veces, mas el perro se lo impedía y amenazaba con morderla. Entonces, ella tuvo que someterse y seguirlo hasta las faldas del Xihuingo, donde descubrió una pirámide y una escultura con forma de tecolote. Ya era muy tarde, así que mi abuela debió encender una fogata para pasar la noche en ese sitio. Contaba que, en la madrugada, antes de que Tonatiuh resucitara, escuchó un fuerte resoplido que apagó por completo el fuego. En ese momento, empezó a oír las risas burlonas de alguien. A tientas buscaba al xoloitzcuintle; lo llamaba con silbidos o con chasquidos de sus dedos, pero, cada vez que lo hacía, las risas se volvían más sonoras. Temblando de miedo y de frío, mi abuela tuvo que esperar hasta el amanecer para llevarse la sorpresa de que el xoloitzcuintle siempre había estado ahí, a unos metros de ella. Su conclusión acerca del suceso era sistemáticamente la misma:
“De seguro ese perro era el nahual de uno de los dioses que se congregó en Teotihuacan. Me desvió de mi camino para entretenerse y burlarse de mí”.
Lejos de sus visitas y de la compañía de mi padre y mi madre, crecí en absoluta soledad, siempre encerrado en nuestra choza, sin más derecho que jugar con las palabras. Mi única ocupación entonces consistía en repetir la anécdota de mi abuela y presenciar la multitud de animalitos-palabras que se revolvían sobre la tierra. Entonces los agrupaba en mi imaginación para darle forma a los paisajes de un volcán y sus alrededores, de una mujer encorvada y hasta del perro. Así los días no me parecían tan eternos, aunque en mi esencia se revolvía la esperanza de conocer el exterior.
Alguna vez, desesperado por no tener otra cosa con que entretenerme, escarbé un hoyo donde la tierra estaba más suelta y salí por fin de mi encierro. Me encontré con un cielo azul en el que brillaba con toda su potencia Tonatiuh. Parcelas cultivadas se extendían en un horizonte pulcro en el que se escuchaba el oleaje del lago de Texcoco y se divisaba la imponente estructura del Huey Teocalli con sus brillantes y blanquísimas escalinatas y sus capiteles dedicados a Tláloc y a Huitzilopochtli. El solar correspondiente a mi calli era hogar de una plaga de chapulines, a quienes hice presa de mi curiosidad. Indolente, como algunos niños, los guardé en el cuenco de mis manos donde me picaban con sus antenas y con sus brincos me causaban cosquillas. Por el hoyo que había escarbado los metí a mi choza, y, después de ir y venir con varios viajes de chapulines en mis manos, me encerré con ellos. Entonces me di cuenta de que los chapulines saltaban por todas partes como las palabras y me divertí al principio viendo cómo trataban de escalar las paredes de carrizo o de huir por un resquicio de los atados que los agrupaban. Mi curiosidad infantil pronto se convirtió en saña y me puse a pisotearlos a todos. El suelo de tierra quedó completamente marcado con los cadáveres imaginarios de mis compañeros de juego; pero también con los restos de esos pobres insectos que había masacrado por diversión.
Cuando mi padre llegó me puso una regañiza y mi obligó a barrer los restos de antenas y patas que habían quedado sobre la tierra. Me dijo además que no lo volviera a hacer porque prendería un montón de chiles a la sombra de un árbol y me colgaría bocabajo de una rama para que me la pasara llorando con el humo irritante. Sentí miedo, sobre todo porque yo detestaba el chile.
Recuerdo que mi madre aderezaba con ese fruto toda la comida. Guisaba guajolote en salsa verde por demás picosa, conejo con rajas, frijoles con semillas de ají y hasta hacía tacos de chile rojo. Ese fruto a mí siempre me causó un dolor en la parte baja de mis intestinos, una sensación de quemadura al defecarlo y, cuando crecí, el señalamiento por parte de mis amigos que siempre se preguntaban: “¿Cómo es posible que un azteca no tolere el chile?”
También recuerdo que en ocasiones el piso de la choza comenzaba a oscilar como si estuviera temblando la tierra. Yo sentía que mi cabeza no podía parar de dar vueltas. Desesperado, trataba de sujetarla para que no fuera y viniera sin control; me arrodillaba y la hundía entre mis muslos. Por fortuna, esas crisis de vértigo pasaban pronto. Cuando le contaba lo sucedido a mi padre, él siempre me decía que lo tenía merecido por haber mostrado saña y crueldad contra un insecto tan venerado como el chapulín. Para mi desgracia, esas crisis detonaron cuando llegué a la juventud, en el momento menos esperado y más difícil de mi existencia, como si todos los dioses de Tenochtitlan se hubieran vengado a nombre de los pobres chapulines. Entonces me parecía que el piso era demasiado suave, como las nubes, que me hundía casi hasta llegar al Mictlán y que todo daba vueltas como si un caballero águila me hubiera arrancado la cabeza y la hubiese puesto sobre una estaca para girar eternamente.
Yo creo que, orillado por el temor de que un día escapara y me perdiera, mi padre me dejó salir para conocer el calpulli al que pertenecíamos: el barrio de Zoquiapan. De esa forma fui presentado ante mis vecinos, todos ellos humildes comerciantes; pero mi libertad fue condicionada por una serie de advertencias; la principal: nunca debía caminar por la calzada de Ixtapalapan, la más grande que desembocaba en Tenochtitlan y la más cercana a mi hogar, para llegar solo al ombligo del mundo.
Tendría que esperar entonces a que mi padre decidiera el momento adecuado de tener mi primera excursión a la ciudad más importante de nuestro universo.
Cuando crecí un poco, empecé a cumplir las obligaciones propias de todo niño azteca de esa edad: ir a buscar leña para calentar el comalli y cosechar los granos de maíz sembrados por mi padre. Durante mis faenas, conocí a mi vecinito Huitzil, que le hacía honor a su nombre, pues era un verdadero colibrí: pequeñito, inquieto, que se la pasaba todo el día corriendo de allá para acá; pero no tenía el rostro de esa ave sino del ayotochtli, el animal que se hace bolita al sentirse amenazado. Además su cuerpo era como el de esos seres de regiones lejanas llamados aluxes. Tenía la cualidad de esconderse muy bien y siempre salía de un lugar inesperado para espantar a los distraídos. Recuerdo que cuando lo conocí le hizo una crítica a mi rostro. Me dijo que yo tenía la cara de un tlacuache, y eso me provocó risa, más que indignación. Yo creo que nos llevamos muy bien porque ambos teníamos la apariencia de animalitos.
Con Huitzil pasé los mejores y peores momentos de mi niñez. Él me enseñaba a cazar lagartijas y me describía a detalle la enorme Tenochtitlan, que, según él, había conocido desde muy pequeño. Sobre la tierra, con la ayuda de una varita, dibujaba el plano de la imponente ciudad, sus calzadas, templos, canales y se divertía con una raya que representaba su trayecto por la blanca ciudad, lo cual terminaba por deformar su obra de arte sobre la tierra.
También nos entreteníamos con pequeñas bolas de ixtle que usábamos a manera de pelotas. Huitzil me pedía que imitáramos a los grandes jugadores del tlachtli. Según él, en su visita a la ciudad, había visto cómo se esforzaban para introducir la pelota —en su caso de caucho— con la ayuda de sus caderas, en medio de unas piedras agujeradas. Hacía el dibujo sobre la tierra y me ayudaba a imaginar los detalles de ese rito. Entonces ambos nos convertíamos en fabulosos atletas, que, ayudados por nuestra imaginación, volaban prácticamente para conseguir la proeza, aunque en la realidad, nuestro reto consistía en patear la bola de ixtle, ante la incapacidad de hacerla rebotar. Poco nos importaba el sentido cosmogónico de ese juego.
—Vamos a Tenochtitlan. ¡Ándale!
—No. Mi tatli me va a regañar.
—No seas más conejo de lo que eres.
A mí no me importaba que me llamaran cobarde, pero sí que mi padre cumpliera su amenaza de ponerme a oler chiles asados.
—¡Vamos! No tardaremos —insistió—. Cuando regresemos todavía no estarán nuestros padres en sus casas.
El progenitor de Huitzil conocía muy bien al mío, porque vendía también en el mercado de Tlatelolco. Ambos comerciaban lo que podían y se acompañaban al salir Tonatiuh para regresar hasta su agonía diaria.
Entusiasmado como nunca por la invitación de Huitzil, observé la posición en el cielo del astro principal y me pareció que faltaba mucho para que empezara a agonizar, como todas las tardes, así que acepté la invitación. En el fondo anhelaba conocer Tenochtitlan, rozarme con sus pobladores y que nadie jamás me contara cómo era esa magnificente ciudad.
Tomamos la calzada a la que tenía prohibido llegar, y desde ahí vi mejor los monumentales templos: el de Quetzalcóatl, en primer plano, junto al juego de pelota, según las descripciones de Huitzil. Una sensación de nerviosismo, más que de alegría, me embargaba conforme nos encaminábamos, por esa amplia calzada, hacia el centro de la tierra; un cosquilleo en las palmas de las manos y una punción en mis tripas.
Mientras más avanzábamos por la calzada de Ixtapalapan más nos deslumbraba la blancura de esa metrópoli. Todo parecía pulido con piedra y pintado con un color tan blanco como las garzas; pero más que impresionarme la arquitectura detallada y preciosa, me impactó la actividad de las personas que caminaban por la explanada principal de la magna Tenochtitlan. Los mercaderes iban y venían con sus mecapales en la frente con los cuales sostenían grandes cestos llenos de viandas. Esclavos capturados por los caballeros águila, seguían el paso de sus nuevos amos con sus miradas que transmitían tristeza y resignación, aunque también impacto, por la magnificencia de las estructuras arquitectónicas. Los sacerdotes caminaban de una manera intimidante, en grupo, sin dudar en hacer a un lado a quien se interpusiera, con sus cuerpos tiznados y hermosas plumas multicolores en sus cabezas. Las mujeres regresaban a sus casas después de haberse abastecido en el mercado de Tlatelolco para preparar la comida. Guardianes se apostaban en cada esquina de los templos y no dejaban de observar a detalle la actividad de los tenochcas.
Todo parecía controlado y sincronizado por la mano de un dios que, desde lo alto de la urbe, se entretenía con el movimiento de los aztecas, quienes emulaban el trajín de las hormigas. Mientras me mantenía absorto en la dinámica de Tenochtitlan, Huitzil revoloteaba, como el pajarillo que le había dado su nombre, de un lugar a otro. No obstante sus inquietos movimientos, ni siquiera los guardianes más celosos reparaban en él y si lo llegaban a hacer les parecía insignificante, digno de no ser tomado en cuenta como una amenaza.
En uno de sus frenéticos vaivenes, mi amigo tuvo la imprudencia de colarse en la casa de los caballeros águila, ubicada en uno de los costados del Huey Teocalli. Me pareció que Huitzil había ido más allá de la travesura y que recibiría un escarmiento por su osadía.
Esperé un rato con la convicción de que en unos momentos saliera entre las manos de los guardias, golpeado por su insolencia; pero Huitzil no aparecía por ninguna parte. Para entretenerme, miré, al pie del Huey Teocalli, a la Coyolxauhqui. Mi amigo me había dado los detalles de su infortunada vida, así que imaginé su desmembramiento y la saña de su hermano Huitzilopochtli, paladín de los guerreros aztecas. Luego me coloqué frente al gran tzompantli y observé las hileras de cráneos atravesados que conformaban estructuras rectangulares y cilíndricas, recordatorio de nuestro efímero paso por esta tierra y de los crueles sometimientos del Imperio azteca. Todos estaban hermosamente pulidos, como si esa misma mañana les hubieran quitado el rocío o el polvo. Noté que a varios les faltaba la parte frontal de la dentadura y el hueso ubicado entre el labio superior y la nariz, y eso me llevó a preguntarme sobre la forma en que habían trascendido. Quizá les habían dado un golpe certero en la cara, y eso habría sido suficiente para que llegaran al Mictlán o, probablemente, los caballeros águila los habrían rematado en el piso, cuando ya estaban muertos.
Mientras me hacía esas preguntas, los sacerdotes que había visto caminar de manera soberbia empezaron a rodearme y a mirarme como si nunca se hubieran encontrado con un niño.
Sus rostros, perfectamente pintados de negro y con huesos atravesados en sus narices, me amedrentaban, al igual que sus miradas: implacables y crueles. Esos ojos eran de una profundidad y negrura infinita, como si contuvieran la oscuridad reinante en las noches. Cuando me tuvieron a su merced, uno de ellos, el más alto e intimidante me hizo una pregunta:
“¿De dónde vienes, itzcuintli?” El sacerdote se había dirigido hacia mí como lo haría con un adulto. No me hizo esa pregunta sólo para intimidarme, sino que en realidad esperaba respuesta. Su voz era como el sonido que produce el agua al caer dentro de un bule: dulce, pero a la vez fuerte; parecía provenir directo del Mictlán. Con su presencia y su eminente tocado me amenazaba al igual que el águila sobre la serpiente.
“¿De dónde vienes, itzcuintli?”, me volvió a preguntar; pero el terror me enmudeció. Mis pies y mis manos empezaron a temblar. Creí que no sólo me orinaría, sino que vaciaría mis tripas a espaldas del Huey Teocalli, lo cual habría sido imperdonable incluso para un niño. Ya me veía sacrificado en lo alto del gran templo por los mismos sacerdotes que me estaban acosando. Con movimientos como los de Huitzil me escabullí entre sus piernas y con manoteos evité que me atraparan...
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En mis descansos, tomaba asiento en las raíces sobresalientes de un árbol y me alistaba para cumplir con mis obligaciones de soberano, lo cual representaba una traición a mis principios, pues siempre había sido enemigo de la opresión del poder.
Rodeado de mis feligreses, con la investidura de monarca y al mismo tiempo sacerdote, ya en la cima celebraba el ritual en el que todos debían beber, cantar y bailar hasta cansarse. A tal grado podía delirar bajos los influjos del octli que, en ocasiones, me elevaba en las alturas, donde desde ahí apreciaba a Metztli con su brillo incandescente, y confirmaba entonces por qué el señor Papátztac, en la reunión de los dioses en Teotihuacan, le había estampado un conejo en su cara: sin duda esa luminosidad no debía competir con la del sol.
En lo alto del templo solía ver las almas de los niños residentes del cielo supremo, que caían como pequeñas luces a la tierra para entrar en el cuerpo de quienes serían madres, al tiempo que los relámpagos rugían como un jaguar y hacían crepitar las rocas de todo el valle dominado por el Tlahuiltepetl. Lejos me encontraba de saber que esos prodigios no eran causados por dioses, sino parte de la naturaleza y que en realidad todas las almas del universo tenían otro origen.
Esa pequeña pirámide era el escenario donde alucinaba consagrarme con hazañas mitológicas. En ocasiones asumía mi papel de sacerdote de Tepoztécatl y derrotaba al monstruo Xochicálata con una macuahuitl, el arma preferida por la maquinaria de control y sometimiento azteca; pero la verdad es que yo siempre le tuve miedo a la guerra, a la sangre y a la violencia.
Como los conejos, desde niño fui tímido y huidizo; rehuía a las peleas y me gustaba observar de lejos a las personas. No era muy listo, pero sí demasiado consciente e imaginativo; siempre tenía una pregunta que nadie podía contestar a plenitud, según mis inquietudes.
Nací unos años antes de la gran inundación provocada por las torpes decisiones de Ahuítzotl, en un día ominoso para los aztecas. Dos Conejo era una de las fechas más infortunadas para llegar a la vida. No importó a los miembros de mi familia que el tonalpouhqui me asignara otro tipo de augurio, más favorable, porque la superstición y el prejuicio se imponían en las mentes de aquella sociedad. Mis padres y los vecinos del calpulli bien sabían que mi verdadera fecha de nacimiento predestinaba a los infortunados que habían visto la luz bajo ese signo a la embriaguez perpetua.
Así pues, sin importarles que mi nombre determinara la actitud de la sociedad contra mí, las personas que me engendraron decidieron cruelmente llamarme igual que el dios del pulque: Ometochtli (Dos Conejo).
Recuerdo mi niñez con claridad, desde el momento en que mi progenitora me daba su leche y me envolvía con una manta de algodón corriente y rugoso para que no llorara. Siento aún el calor que me hacía sudar y el insoportable cautiverio entre sus brazos, el cual me causaba más llanto y desesperación, porque yo anhelaba, desde entonces, ser libre. Mis chillidos eran tan fuertes que —imagino— se escuchaban por todo el calpulli; pero eran el reflejo de una esencia rebelde, más que el de un niño caprichoso o berrinchudo.
Mi madre provenía de un pueblo muy alejado del Anáhuac. Mi abuela se la había regalado a unos pochtecah que viajaban a Tenochtitlan. Ellos a su vez se la entregaron a unos macehuales en cuanto llegaron a la gran urbe. Si bien mi madre se había adaptado a la sociedad azteca, conservaba algunas costumbres de su región, como tejer huipiles con hermosas figuras de venados multicolores. La impresión que siempre he conservado de ella es la de una mujer seria, desconfiada y parca en su forma de hablar, que siempre me trató con frialdad y desprecio. Yo pensaba que lo hacía por mi destino de borracho, pero he llegado a la conclusión de que no me quería por los problemas que le había ocasionado para nacer. Si algún día se dirigió a mí para compartirme sus pensamientos o recuerdos fue sólo con el fin de reprocharme por ese parto tan difícil.
Ella no se había resignado a ser una cihuateteuh, mujer muerta en el alumbramiento que se volvía divina, porque en el fondo no estaba convencida de la religión azteca y se aferraba a la existencia terrenal. Su único deseo, lejos de aspirar a la divinización, era dejar de sentir dolores y expulsarme de su cuerpo; pero no fue fácil. La ticitl, partera, tuvo que hacer un rito muy elaborado para que yo saliera de su vientre: molió en agua, con una piedra llamada eztetl, corteza del árbol quauhalahuac, ramas de cihuapatli y cola de tlacuache. Quemó también pelos y huesos de monos, hojas de quetzalhuexotl, cuero de venado, hiel de guajolote y de conejo, además de cebolla para untar toda esa mezcla en el cuerpo de mi progenitora.
He llegado a la conclusión, ya como hombre maduro, de que quizá yo no deseaba nacer ese día. Me estaba aferrando a las entrañas de mi madre para que los agoreros no presagiaran un destino infortunado, como el de quienes nacían bajo el signo Dos Conejo. Desde entonces quería rebelarme a mi destino.
Mi padre, por su parte, no era propiamente un pochteca, sino un humilde comerciante del mercado de Tlatelolco. Era también muy serio. Casi nunca quiso platicar conmigo. En contraparte, era muy expresivo con sus clientas —diría que hasta parlanchín—, a quienes siempre observaba de la cintura para abajo con los ojos entrecerrados.
Como buen niño promiscuo, aprendí las palabras de mi lengua más rápido de lo común. Antes de los tres años, yo ya era capaz de memorizar las conversaciones de mis padres, y, sin que nadie me diera instrucciones, las repetía.
En esas épocas imaginaba las palabras como pequeños animalitos que salían de las bocas de mis padres y se entretenían en el suelo, dando brincos antes de entrar en mis oídos. Los veía, a veces negros, amarillos o incluso multicolores como los escarabajos, mezclándose entre sí para originar nuevos significados. Me entretenía cambiándolos de orden. Si por ejemplo mi padre decía: “Dos Conejo, ven a comer”, yo mediante ese juego escuchaba: “Dos comer Conejo, a ven”. Y eso me hacía gracia. En otras ocasiones, les ordenaba a las palabras que dejaran de brincar y se alinearan al igual que las hormigas. Así, en línea recta, subían por mi cuerpo hasta alcanzar mis oídos. Podía entonces sentir sus patitas deslizándose en mi piel y un leve cosquilleo al llegar a mi rostro.
De esa forma, las palabras fueron mi primer y único juguete. No lo digo a manera de reproche, pero a mis padres poco les interesaba lo que me ocurría y nunca me hicieron un regalo como a otros niños de mis épocas: muñecos de barro con aspecto de hombres o animales.
Ahora pienso que si mis padres hubieran sido más elocuentes habría tenido más entretenimiento en mi infancia; pero apenas hablaban para comunicarse. Yo notaba en sus actitudes serias un temor a expresarse demasiado, como si los dioses les hubieran ordenado no compartir más palabras que las necesarias.
Yo quería que mis padres se comunicaran más, que me proporcionaran de esa forma la diversión de jugar con montones de palabras que brincaran de un lado a otro; pero jamás lo hicieron. Con esa conciencia tan despierta que tenía, llegué a considerar que ambos eran extraños. No sentía nada por ellos. Sus rostros no me transmitían lo que había en sus corazones. Eran seres anónimos, sin personalidad, ni autoridad real. Desde entonces me preguntaba si yo era realmente su hijo.
Este sentimiento se acrecentaba cuando recibíamos la visita de mi abuela paterna, igual de hosca y fría que mis progenitores. Ella apenas reparaba en mí y, cuando lo hacía, me dirigía la vista con desprecio, como si intuyera que yo no perteneciera a su familia. En una de sus visitas pregunté:
—Sijtli, ¿siempre hemos sido macehuales?
—Sí, siempre.
—¿Y por qué no podemos ser pipiltin?
—Porque los abuelos de nuestros abuelos también fueron macehuales.
Yo estaba a punto de inconformarme con una nueva pregunta sobre nuestra condición, cuando mi abuela tomó un bule lleno de octli y me obligó a beberlo para callarme la boca. Al instante sentí un sabor ácido y amargo que me obligó a escupirlo. Entonces mi abuela volvió a empinármelo, pero esta vez puso sus manos sobre mis labios para que me tragara el pulque. Ésa fue la primera vez que lo bebí, pero no la primera que lo hice con gusto.
“Si lo has de probar para siempre, que sea de una vez, itzcuintli”, sentenció.
A pesar de su comportamiento, mi abuela siempre contaba anécdotas entretenidas. Solía relatar que su mayor aventura la había vivido en el volcán del Xihuingo. Según ella, un día emprendió un viaje a Teotihuacan con el fin de conocer el lugar donde se habían reunido los dioses. Aseguraba que, a su salida de Tenochtitlan, por el rumbo de Coatitlan, se le había arrimado un xoloitzcuintle que la fue llevando por el camino indicado; pero, al atardecer, el animal tomó el rumbo de Otompan y la llevó hasta Tepeapulco. Mi abuela quiso retomar el camino correcto varias veces, mas el perro se lo impedía y amenazaba con morderla. Entonces, ella tuvo que someterse y seguirlo hasta las faldas del Xihuingo, donde descubrió una pirámide y una escultura con forma de tecolote. Ya era muy tarde, así que mi abuela debió encender una fogata para pasar la noche en ese sitio. Contaba que, en la madrugada, antes de que Tonatiuh resucitara, escuchó un fuerte resoplido que apagó por completo el fuego. En ese momento, empezó a oír las risas burlonas de alguien. A tientas buscaba al xoloitzcuintle; lo llamaba con silbidos o con chasquidos de sus dedos, pero, cada vez que lo hacía, las risas se volvían más sonoras. Temblando de miedo y de frío, mi abuela tuvo que esperar hasta el amanecer para llevarse la sorpresa de que el xoloitzcuintle siempre había estado ahí, a unos metros de ella. Su conclusión acerca del suceso era sistemáticamente la misma:
“De seguro ese perro era el nahual de uno de los dioses que se congregó en Teotihuacan. Me desvió de mi camino para entretenerse y burlarse de mí”.
Lejos de sus visitas y de la compañía de mi padre y mi madre, crecí en absoluta soledad, siempre encerrado en nuestra choza, sin más derecho que jugar con las palabras. Mi única ocupación entonces consistía en repetir la anécdota de mi abuela y presenciar la multitud de animalitos-palabras que se revolvían sobre la tierra. Entonces los agrupaba en mi imaginación para darle forma a los paisajes de un volcán y sus alrededores, de una mujer encorvada y hasta del perro. Así los días no me parecían tan eternos, aunque en mi esencia se revolvía la esperanza de conocer el exterior.
Alguna vez, desesperado por no tener otra cosa con que entretenerme, escarbé un hoyo donde la tierra estaba más suelta y salí por fin de mi encierro. Me encontré con un cielo azul en el que brillaba con toda su potencia Tonatiuh. Parcelas cultivadas se extendían en un horizonte pulcro en el que se escuchaba el oleaje del lago de Texcoco y se divisaba la imponente estructura del Huey Teocalli con sus brillantes y blanquísimas escalinatas y sus capiteles dedicados a Tláloc y a Huitzilopochtli. El solar correspondiente a mi calli era hogar de una plaga de chapulines, a quienes hice presa de mi curiosidad. Indolente, como algunos niños, los guardé en el cuenco de mis manos donde me picaban con sus antenas y con sus brincos me causaban cosquillas. Por el hoyo que había escarbado los metí a mi choza, y, después de ir y venir con varios viajes de chapulines en mis manos, me encerré con ellos. Entonces me di cuenta de que los chapulines saltaban por todas partes como las palabras y me divertí al principio viendo cómo trataban de escalar las paredes de carrizo o de huir por un resquicio de los atados que los agrupaban. Mi curiosidad infantil pronto se convirtió en saña y me puse a pisotearlos a todos. El suelo de tierra quedó completamente marcado con los cadáveres imaginarios de mis compañeros de juego; pero también con los restos de esos pobres insectos que había masacrado por diversión.
Cuando mi padre llegó me puso una regañiza y mi obligó a barrer los restos de antenas y patas que habían quedado sobre la tierra. Me dijo además que no lo volviera a hacer porque prendería un montón de chiles a la sombra de un árbol y me colgaría bocabajo de una rama para que me la pasara llorando con el humo irritante. Sentí miedo, sobre todo porque yo detestaba el chile.
Recuerdo que mi madre aderezaba con ese fruto toda la comida. Guisaba guajolote en salsa verde por demás picosa, conejo con rajas, frijoles con semillas de ají y hasta hacía tacos de chile rojo. Ese fruto a mí siempre me causó un dolor en la parte baja de mis intestinos, una sensación de quemadura al defecarlo y, cuando crecí, el señalamiento por parte de mis amigos que siempre se preguntaban: “¿Cómo es posible que un azteca no tolere el chile?”
También recuerdo que en ocasiones el piso de la choza comenzaba a oscilar como si estuviera temblando la tierra. Yo sentía que mi cabeza no podía parar de dar vueltas. Desesperado, trataba de sujetarla para que no fuera y viniera sin control; me arrodillaba y la hundía entre mis muslos. Por fortuna, esas crisis de vértigo pasaban pronto. Cuando le contaba lo sucedido a mi padre, él siempre me decía que lo tenía merecido por haber mostrado saña y crueldad contra un insecto tan venerado como el chapulín. Para mi desgracia, esas crisis detonaron cuando llegué a la juventud, en el momento menos esperado y más difícil de mi existencia, como si todos los dioses de Tenochtitlan se hubieran vengado a nombre de los pobres chapulines. Entonces me parecía que el piso era demasiado suave, como las nubes, que me hundía casi hasta llegar al Mictlán y que todo daba vueltas como si un caballero águila me hubiera arrancado la cabeza y la hubiese puesto sobre una estaca para girar eternamente.
Yo creo que, orillado por el temor de que un día escapara y me perdiera, mi padre me dejó salir para conocer el calpulli al que pertenecíamos: el barrio de Zoquiapan. De esa forma fui presentado ante mis vecinos, todos ellos humildes comerciantes; pero mi libertad fue condicionada por una serie de advertencias; la principal: nunca debía caminar por la calzada de Ixtapalapan, la más grande que desembocaba en Tenochtitlan y la más cercana a mi hogar, para llegar solo al ombligo del mundo.
Tendría que esperar entonces a que mi padre decidiera el momento adecuado de tener mi primera excursión a la ciudad más importante de nuestro universo.
Cuando crecí un poco, empecé a cumplir las obligaciones propias de todo niño azteca de esa edad: ir a buscar leña para calentar el comalli y cosechar los granos de maíz sembrados por mi padre. Durante mis faenas, conocí a mi vecinito Huitzil, que le hacía honor a su nombre, pues era un verdadero colibrí: pequeñito, inquieto, que se la pasaba todo el día corriendo de allá para acá; pero no tenía el rostro de esa ave sino del ayotochtli, el animal que se hace bolita al sentirse amenazado. Además su cuerpo era como el de esos seres de regiones lejanas llamados aluxes. Tenía la cualidad de esconderse muy bien y siempre salía de un lugar inesperado para espantar a los distraídos. Recuerdo que cuando lo conocí le hizo una crítica a mi rostro. Me dijo que yo tenía la cara de un tlacuache, y eso me provocó risa, más que indignación. Yo creo que nos llevamos muy bien porque ambos teníamos la apariencia de animalitos.
Con Huitzil pasé los mejores y peores momentos de mi niñez. Él me enseñaba a cazar lagartijas y me describía a detalle la enorme Tenochtitlan, que, según él, había conocido desde muy pequeño. Sobre la tierra, con la ayuda de una varita, dibujaba el plano de la imponente ciudad, sus calzadas, templos, canales y se divertía con una raya que representaba su trayecto por la blanca ciudad, lo cual terminaba por deformar su obra de arte sobre la tierra.
También nos entreteníamos con pequeñas bolas de ixtle que usábamos a manera de pelotas. Huitzil me pedía que imitáramos a los grandes jugadores del tlachtli. Según él, en su visita a la ciudad, había visto cómo se esforzaban para introducir la pelota —en su caso de caucho— con la ayuda de sus caderas, en medio de unas piedras agujeradas. Hacía el dibujo sobre la tierra y me ayudaba a imaginar los detalles de ese rito. Entonces ambos nos convertíamos en fabulosos atletas, que, ayudados por nuestra imaginación, volaban prácticamente para conseguir la proeza, aunque en la realidad, nuestro reto consistía en patear la bola de ixtle, ante la incapacidad de hacerla rebotar. Poco nos importaba el sentido cosmogónico de ese juego.
—Vamos a Tenochtitlan. ¡Ándale!
—No. Mi tatli me va a regañar.
—No seas más conejo de lo que eres.
A mí no me importaba que me llamaran cobarde, pero sí que mi padre cumpliera su amenaza de ponerme a oler chiles asados.
—¡Vamos! No tardaremos —insistió—. Cuando regresemos todavía no estarán nuestros padres en sus casas.
El progenitor de Huitzil conocía muy bien al mío, porque vendía también en el mercado de Tlatelolco. Ambos comerciaban lo que podían y se acompañaban al salir Tonatiuh para regresar hasta su agonía diaria.
Entusiasmado como nunca por la invitación de Huitzil, observé la posición en el cielo del astro principal y me pareció que faltaba mucho para que empezara a agonizar, como todas las tardes, así que acepté la invitación. En el fondo anhelaba conocer Tenochtitlan, rozarme con sus pobladores y que nadie jamás me contara cómo era esa magnificente ciudad.
Tomamos la calzada a la que tenía prohibido llegar, y desde ahí vi mejor los monumentales templos: el de Quetzalcóatl, en primer plano, junto al juego de pelota, según las descripciones de Huitzil. Una sensación de nerviosismo, más que de alegría, me embargaba conforme nos encaminábamos, por esa amplia calzada, hacia el centro de la tierra; un cosquilleo en las palmas de las manos y una punción en mis tripas.
Mientras más avanzábamos por la calzada de Ixtapalapan más nos deslumbraba la blancura de esa metrópoli. Todo parecía pulido con piedra y pintado con un color tan blanco como las garzas; pero más que impresionarme la arquitectura detallada y preciosa, me impactó la actividad de las personas que caminaban por la explanada principal de la magna Tenochtitlan. Los mercaderes iban y venían con sus mecapales en la frente con los cuales sostenían grandes cestos llenos de viandas. Esclavos capturados por los caballeros águila, seguían el paso de sus nuevos amos con sus miradas que transmitían tristeza y resignación, aunque también impacto, por la magnificencia de las estructuras arquitectónicas. Los sacerdotes caminaban de una manera intimidante, en grupo, sin dudar en hacer a un lado a quien se interpusiera, con sus cuerpos tiznados y hermosas plumas multicolores en sus cabezas. Las mujeres regresaban a sus casas después de haberse abastecido en el mercado de Tlatelolco para preparar la comida. Guardianes se apostaban en cada esquina de los templos y no dejaban de observar a detalle la actividad de los tenochcas.
Todo parecía controlado y sincronizado por la mano de un dios que, desde lo alto de la urbe, se entretenía con el movimiento de los aztecas, quienes emulaban el trajín de las hormigas. Mientras me mantenía absorto en la dinámica de Tenochtitlan, Huitzil revoloteaba, como el pajarillo que le había dado su nombre, de un lugar a otro. No obstante sus inquietos movimientos, ni siquiera los guardianes más celosos reparaban en él y si lo llegaban a hacer les parecía insignificante, digno de no ser tomado en cuenta como una amenaza.
En uno de sus frenéticos vaivenes, mi amigo tuvo la imprudencia de colarse en la casa de los caballeros águila, ubicada en uno de los costados del Huey Teocalli. Me pareció que Huitzil había ido más allá de la travesura y que recibiría un escarmiento por su osadía.
Esperé un rato con la convicción de que en unos momentos saliera entre las manos de los guardias, golpeado por su insolencia; pero Huitzil no aparecía por ninguna parte. Para entretenerme, miré, al pie del Huey Teocalli, a la Coyolxauhqui. Mi amigo me había dado los detalles de su infortunada vida, así que imaginé su desmembramiento y la saña de su hermano Huitzilopochtli, paladín de los guerreros aztecas. Luego me coloqué frente al gran tzompantli y observé las hileras de cráneos atravesados que conformaban estructuras rectangulares y cilíndricas, recordatorio de nuestro efímero paso por esta tierra y de los crueles sometimientos del Imperio azteca. Todos estaban hermosamente pulidos, como si esa misma mañana les hubieran quitado el rocío o el polvo. Noté que a varios les faltaba la parte frontal de la dentadura y el hueso ubicado entre el labio superior y la nariz, y eso me llevó a preguntarme sobre la forma en que habían trascendido. Quizá les habían dado un golpe certero en la cara, y eso habría sido suficiente para que llegaran al Mictlán o, probablemente, los caballeros águila los habrían rematado en el piso, cuando ya estaban muertos.
Mientras me hacía esas preguntas, los sacerdotes que había visto caminar de manera soberbia empezaron a rodearme y a mirarme como si nunca se hubieran encontrado con un niño.
Sus rostros, perfectamente pintados de negro y con huesos atravesados en sus narices, me amedrentaban, al igual que sus miradas: implacables y crueles. Esos ojos eran de una profundidad y negrura infinita, como si contuvieran la oscuridad reinante en las noches. Cuando me tuvieron a su merced, uno de ellos, el más alto e intimidante me hizo una pregunta:
“¿De dónde vienes, itzcuintli?” El sacerdote se había dirigido hacia mí como lo haría con un adulto. No me hizo esa pregunta sólo para intimidarme, sino que en realidad esperaba respuesta. Su voz era como el sonido que produce el agua al caer dentro de un bule: dulce, pero a la vez fuerte; parecía provenir directo del Mictlán. Con su presencia y su eminente tocado me amenazaba al igual que el águila sobre la serpiente.
“¿De dónde vienes, itzcuintli?”, me volvió a preguntar; pero el terror me enmudeció. Mis pies y mis manos empezaron a temblar. Creí que no sólo me orinaría, sino que vaciaría mis tripas a espaldas del Huey Teocalli, lo cual habría sido imperdonable incluso para un niño. Ya me veía sacrificado en lo alto del gran templo por los mismos sacerdotes que me estaban acosando. Con movimientos como los de Huitzil me escabullí entre sus piernas y con manoteos evité que me atraparan...
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